Graciela del Carmen Rubini
Docente, Escritora, Directora de Teatro…
YOU KNOW...
Los veranos se pierden alguna vez,
se internan suavemente en las entrañas
del otoño...
los colores cambian y la estelas
de marrones y amarillos
salpican veredas y calles somnolientas
de estío...
todo se olvida
se olvida alguna vez
y el verano deja de ser opresivo
y sentimos el sosiego de las hojas muertas,
yertas, caídas en el pozo vertiginoso
del pasado y nos dejamos llevar...
You know... todo termina
Tú sabes...todo termina...alguna vez.
Docente, Escritora, Directora de Teatro…
YOU KNOW...
Los veranos se pierden alguna vez,
se internan suavemente en las entrañas
del otoño...
los colores cambian y la estelas
de marrones y amarillos
salpican veredas y calles somnolientas
de estío...
todo se olvida
se olvida alguna vez
y el verano deja de ser opresivo
y sentimos el sosiego de las hojas muertas,
yertas, caídas en el pozo vertiginoso
del pasado y nos dejamos llevar...
You know... todo termina
Tú sabes...todo termina...alguna vez.
(La siguiente poesía no tiene título)
En el errar monótono de mis días
he huido de la soledad buscándola...
Encontrándote en las cosas amada,
en cada una de ellas hemos vivido,
hemos estado juntos.
Sin palabras,
con el eco apenas audible de los silencios,
de los pasos, de las miradas.
En los rincones, en las telarañas,
en una rajadura,
en una mancha de humedad,
en el cielo blanco de nubes
o en la oscura presencia de la luna.
En la estrella compartida,
gozada, admirada y hablada,
trasmisora de mensajes abiertos,
secretos, tuyos y míos...
La distancia, promesa de regreso.
Regreso, recuerdo de futuro,
la ansiedad, la espera
y la imágen, traición de la mente
o de la nostalgia...
Tus besos que retornan a los sitios conocidos.
Las caricias dulces, afanosas en la búsqueda.
Todo sigue igual.
Nada ha cambiado.
Sólo una gota más de amor
en la fuente de nuestra vida.
EL ROBLE Y EL CIPRES
Qué tristeza infinita,
soledad abrumadora,
susurro de hojas muertas,
raíces ya rotas.
Arbol de ramas caídas,
qué amarga derrota!
Cuánto silencio inescrutable
se va alzando de tus nidos vacíos.
El fantasma de tu sombra
arranca gritos al estío.
Hay un hueco en mi tronco
huellas de tus caricias en mis ramas
Ausencia de presencia
en el monte desnudo
cubierto de retama.
Qué dulce haber sido ciprés
que creciera a tu sombra, roble.
Haber sido vida
creciendo bajo tu mirada
Que fueras gigante
y yo durmiera a tus plantas.
Habernos mecido juntos
al compás de tantas brisas.
Cuna y nido de tantos pájaros,
sombra y fresco de muchas risas.
Las lluvias volverán
mi copa mojarán.
Rociará el estío
el lugar donde estabas
y quejumbrosamente
volveré a llorar.
Entibiaré mis ramas
al sol ardiente.
Cantarán los pájaros
cada poniente.
Surgirán hojas nuevas y
abriré mis brazos
hacia el cielo infinito
en amaneceres y ocasos.
Rodará sobre mí
horda de salvaje naturaleza
y cantará a mi oído
la melodía de tu recuerdo noble,
lejana presencia que ya no es,
haber sido ciprés y roble
y hoy sólo ser ciprés.
he huido de la soledad buscándola...
Encontrándote en las cosas amada,
en cada una de ellas hemos vivido,
hemos estado juntos.
Sin palabras,
con el eco apenas audible de los silencios,
de los pasos, de las miradas.
En los rincones, en las telarañas,
en una rajadura,
en una mancha de humedad,
en el cielo blanco de nubes
o en la oscura presencia de la luna.
En la estrella compartida,
gozada, admirada y hablada,
trasmisora de mensajes abiertos,
secretos, tuyos y míos...
La distancia, promesa de regreso.
Regreso, recuerdo de futuro,
la ansiedad, la espera
y la imágen, traición de la mente
o de la nostalgia...
Tus besos que retornan a los sitios conocidos.
Las caricias dulces, afanosas en la búsqueda.
Todo sigue igual.
Nada ha cambiado.
Sólo una gota más de amor
en la fuente de nuestra vida.
EL ROBLE Y EL CIPRES
Qué tristeza infinita,
soledad abrumadora,
susurro de hojas muertas,
raíces ya rotas.
Arbol de ramas caídas,
qué amarga derrota!
Cuánto silencio inescrutable
se va alzando de tus nidos vacíos.
El fantasma de tu sombra
arranca gritos al estío.
Hay un hueco en mi tronco
huellas de tus caricias en mis ramas
Ausencia de presencia
en el monte desnudo
cubierto de retama.
Qué dulce haber sido ciprés
que creciera a tu sombra, roble.
Haber sido vida
creciendo bajo tu mirada
Que fueras gigante
y yo durmiera a tus plantas.
Habernos mecido juntos
al compás de tantas brisas.
Cuna y nido de tantos pájaros,
sombra y fresco de muchas risas.
Las lluvias volverán
mi copa mojarán.
Rociará el estío
el lugar donde estabas
y quejumbrosamente
volveré a llorar.
Entibiaré mis ramas
al sol ardiente.
Cantarán los pájaros
cada poniente.
Surgirán hojas nuevas y
abriré mis brazos
hacia el cielo infinito
en amaneceres y ocasos.
Rodará sobre mí
horda de salvaje naturaleza
y cantará a mi oído
la melodía de tu recuerdo noble,
lejana presencia que ya no es,
haber sido ciprés y roble
y hoy sólo ser ciprés.
VIEJO PUENTE DE FIERRO
Viejo puente herrumbroso
Férrea sombra del pasado
Tendido entre dos orillas,
Dos pueblos de hermanos.
Tus brazos oxidados
Con el cielo entrelazados
Cual dedos de una mano
Desplegada en el abrazo.
En la Inglaterra imperial
Se forjaron tus huesos,
Cruzando el infinito mar
Aquí pararon tus hierros.
Arroyo Clé, arroyo te nombro,
Inquieto y meandroso
Padre de crecientes, rumoroso,
En este poema te honro.
Y entre sus orillas te tendieron,
Para salvar las distancias
Cien años ya has cumplido
Y aún las salvas.
Querido puente de fierro,
Entre recuerdos de niñez te desgajas
Cuando el arroyo era cristalino
Y sus aguas, mansas.
Hoy el tiempo es el pasado
Adormecido titán de afiladas espadas,
Cien años de ferrosa identidad
Siendo nuestro sello y estampa.
Viejo puente herrumbroso
Férrea sombra del pasado
Tendido entre dos orillas,
Dos pueblos de hermanos.
Tus brazos oxidados
Con el cielo entrelazados
Cual dedos de una mano
Desplegada en el abrazo.
En la Inglaterra imperial
Se forjaron tus huesos,
Cruzando el infinito mar
Aquí pararon tus hierros.
Arroyo Clé, arroyo te nombro,
Inquieto y meandroso
Padre de crecientes, rumoroso,
En este poema te honro.
Y entre sus orillas te tendieron,
Para salvar las distancias
Cien años ya has cumplido
Y aún las salvas.
Querido puente de fierro,
Entre recuerdos de niñez te desgajas
Cuando el arroyo era cristalino
Y sus aguas, mansas.
Hoy el tiempo es el pasado
Adormecido titán de afiladas espadas,
Cien años de ferrosa identidad
Siendo nuestro sello y estampa.
(Octubre de 2008)
A VECES EL DESTINO
El hecho fundamental de este relato, esto es el homicidio, existió, ocurrió hacia la década del 20 en pagos de Entre Ríos. Los nombres de los personajes han sido cambiados para preservar su identidad y el resto de la historia es ficticio.
Eran tiempos de la patria bravía, de hombres calzados con facón a la cintura, o de revolver escondido entre ropas. Tiempos en que el coraje se medía por el peso de los cojones para enfrentar al destino, que no siempre era amigo. Tiempos de compadres y taitas, de cobardes y valientes, de mujeres dóciles y sumisas, trabajadoras, en las que dormía una leona si de defender cachorros se trataba.
Por las latitudes camperas las cosas no diferían mucho como no fuera en el paisaje cerril de los montes, o en las costumbres más sencillas del paisano de a caballo o del terrateniente de botas de cuero y fusta.
Rosendo Albornoz era hombre de campo desde la cuna. Nacido en suelo argentino, pero de padres españoles venidos de la madre Patria (qué madre tendrían los aborígenes nativos?) para forjar un destino mejor en este país de espacios infinitos y paisajes de maravilla, se hizo al lado de su padre y hermanos con la comodidad del que no le teme a los inviernos crudos de campos helados ni a los veranos tórridos de pajonales achicharrados. Era duro y bravo como el pedernal, con la escuela del que crece al amparo de la sabia naturaleza. No lo arredraba ni las intemperies mortificantes ni la ocasión de pelea con algún otro, subido en vapores de alcohol. El Smith and Wetson, 38 largo, era famoso en su cintura pero no era de desenfundarlo sin motivo. Fue siempre su credencial de guapo, en aquellos tiempos en que a veces, una bala era la única forma de resolver una cuestión.
Se casó con una hija de ingleses que parecía una muñeca de porcelana, que con la misma suavidad y delicadeza que la distinguía, se enamoró de ése varón apuesto y altanero y al que sólo pudo darle un hijo varón. Annie Spencer se acostumbró a la esforzada tarea de la mujer de campo, con menesteres precisos y tediosos y de gran fuerza física. Pero ella era feliz cuando sacaba su servicio de té, reliquia de sus antepasados, y le servía el té de las cinco a su paisano que estaba más cómodo con el mate amargo, pero nunca infringió este gusto que su mujer se daba; mientras alternaban unas tortas fritas en grasa con unos exquisitos scones horneados a horno de barro. Cuando nació el hijo el padre lo puso bajo su ala para hacerlo a su modo, demasiado cerca de su madre sería malo para su hombría. Y así fue creciendo Rosendo Segundo, entre las rudas tareas del campo y los amorosos cuidados de su madre que lamentó siempre no haber podido darle hermanos para que su soledad de compañía fuera menor.
Rosendo tenía unas hectáreas de campo que habían sido herencia de su padre, que las conservaba para pastoreo y siembra, alternando según se dieran las épocas. Estaban contiguas a las de don Salvador Ferraro, un poderoso terrateniente dueño de miles de leguas de campo, donde pastaban especialmente, los cientos de cabezas de ganado que poseía. Hombre de pocas palabras y médico de renombre, no lo detenía nada cuando de engrandecer su patrimonio se trataba. Si tenía que comprar por menos con alguna velada amenaza, compraba. Si no vendían, usurpaba y si no, mataba personalmente o mandaba matar. El típico intocable poderoso de áquellos tiempos pretéritos, y no tanto actualmente, en que la justicia estaba en las grandes capitales y sus tentáculos no llegaban tan lejos. El hacía la ley y él la ejecutaba. Era amado y odiado con la misma intensidad, porque solía tener gestos, tendientes quizás, a apaciguar su conciencia, que la gente sencilla enaltecía y a la que le costaba dar crédito a las ‘otras cosas’ que de él se murmuraban por lo bajo. Médico famoso por su pericia, se había hecho de una merecida fama que, sumada a su crueldad, no siempre oculta, le hacía respetable más por miedo que por gratitud. Había salvado muchas vidas, fue cierto, pero había sesgado o hecho desaparecer a varios también, que habían entorpecido sus negocios. Desde el mirador de su fastuosa estancia, la que había hecho construir en u con un mirador, torre en la que tenía uno de sus consultorios, se podía apreciar, hasta donde diese la vista, la inmensidad de su propiedad. Hectáreas y más hectáreas de monte que hasta lamían la costa del Gualeguay. Y había ido anexando tierras palmo a palmo, así como había pretendido hacer con Rosendo, por las buenas, o por las malas. Todo era posible para su ambición. Tuvo un solo hijo que fue abogado, del que se desluce su vida y el que a su vez no tuvo descendencia. Sus vastísimas tierras quedaron para el fisco luego de morir los herederos naturales y hoy son administradas por una cofradía de beneficiencia que usufructúa con ellas.
Era inevitable que se topara con Rosendo. Una mañana de abril, don Salvador mismo se apersonó de a caballo, enjaezado como para fiesta, buscando impresionar si no intimidar. Pañuelo de seda al cuello, sombrero aludo, chaqueta de paño, bombachas y botas de cuero crudo con fusta en la mano. La estampa del hombre que inspira miedo y respeto en iguales proporciones. Salieron los tres a recibirlo, Rosendo, Annie con delantal de cocina y revuelo de cabello al viento de mañana otoñal y Rosendo Segundo que a la sazón contaba con unos 13 años, suficientes para comprender que se venía tormenta como si la oliese armarse desde el sur. Discuten, alzan la voz, don Salvador le ha usurpado terreno a Rosendo y éste le reclama con la obstinación del que sólo advierte el derecho conculcado, con paciencia, con sencillez y hasta con un lejano respeto por el que está delante, que no amilana, pero al que tampoco se teme. Ferraro se baja del caballo y acorta la distancia entre los dos. Rosendo no se mueve, defiende su derecho con voz firme y segura, hasta que don Salvador le pide que entre el niño a las casas y Annie, en un medio abanico de polleras, rápido y preciso, saca un revolver de entre las ropas, se lo pone en la cabeza, entre medio de los ojos, al caballero feudal y le dice tajante: - Con mi hijo no se meta ! Brava la gringa! El señor no tiene más remedio que pegar la vuelta, montar su tostado e irse lo más orgullosamente posible.
Ya se habían recogido las gallinas, guardado el ganado y terminado las últimas labores cuando el trote de caballo alertó a los perros y Annie se asomó a una ventana para ver acercarse a un hombre desconocido, sombrero puesto y echado sobre los ojos. Rosendo salió ajustándose la faja que ya había aflojado. Hablaron los hombres bajo un cielo ensombreciéndose de ocaso.
-Vido don Rosendo, yo le aprecio bien y lo que sé no me lo puedo guardar…
- Largue de una vez don y no dé tantos rodeos.
-Mañana a las cinco cuando usted pase pa’ el cruce del Tordillo, como lo hace todas las mañanas, lo van a matar. Don Salvador no le perdona su rebeldía y mucho menos lo que hizo su mujer hoy.
-Bien amigo, cumplido está. Le agradezco el recado.
-Yo nunca lo vi don Rosendo.
- Estese tranquilo que uste y yo no nos hemos hablau nunca.
Y marchó el hombre de a caballo, tan silencioso como había aparecido.
Annie no hizo preguntas, sólo miró el rostro de su hombre, las mandíbulas prietas, el ceño fruncido, las manos inquietas, como buscando un no sé qué que se le escapaba. La cena fue parca de las charlas que solía animarla y cada uno se fue a dormir con sus propios pensamientos.
Al amanecer, al primer canto de los gallos, Rosendo se aprestó a salir como todos los días. Grande fue su sorpresa cuando Annie apareció con el hijo vestido para salir, con la súplica en los ojos. En el mar de sus intuiciones, oídas a la quietud del candil apagado y al coro de los grillos, sabía que algo malo pasaba y si su hijo iba con el padre, nada les sucedería. Lejos de contradecir y alertar de esta forma la tranquilidad de su mujer, ensillaron caballo para Segundo y allá partieron, padre e hijo, al encuentro de lo que dispusiera el destino.
A poco de llegar al cruce, se apea Rosendo, hace bajarse al hijo y le dice: -quédese aquí m’hijo, se me tira de panza y espera.
- Qué pasa papá ? – pregunta el niño con un hilo de voz.
- Hay un toro malo que tengo que enfrentar- dice el padre y vuelve a montar, perdiéndose en las últimas oscuridades.
Y así fue. Se queda el gurí panza a tierra, esperando a su tata, como había sido la orden y tratando de escudriñar las sombras.
Apenas si clareaba cuando salen al paso de Rosendo, que trotaba lento, aguda la vista, presto el tacto, apretando apenas los ijares del animal, tres hombres de a caballo. El que encabezaba era don Salvador Ferraro, los otros, secuaces.
-Rosendo !!- es el grito, el nombre en alto, y último.
Rosendo no habla, sólo extrae su revolver Smith and Wetson, 38, largo, de su cintura y descarga los seis tiros en el hombre de su infortunio que cae tumbado silenciosamente. En el amanecer campero, límpido de sonidos groseros, sólo seis estampidos. Los otros huyen. El sencillo hombre de campo, trabajador de cuna, noble, simple, el que se hace de querencia, mujer e hijos con la naturalidad que da la vida honrada, el que no reconoce atropellos vengan de quién vengan, sabe que a veces las cosas se arreglan con una bala.
Nunca se supo por qué Rosendo pasó tan poco tiempo en la cárcel, tratándose de un personaje tan famoso como había sido el ajusticiado, pero habría que pensar que don Salvador tendría menos amigos de los que contaba y que quizás, vieron en su muerte, una salvación a sus desmanes, un evitarse los problemas que un sujeto como éste les ocasionaría tarde o temprano.
Sea como haya sido, Rosendo volvió a su hogar un día y se quedó tranquilo engordando vacas, levantando cosechas, criando un hijo y amando a su mujer, como tiene que ser después de todo, no?
UNO PROPONE Y DIOS DISPONE
Cuentan que Eduviges se negó rotundamente a recibir la medalla y diploma en la conmemoración de las bodas de oro de su promoción como docente porque según ella, tendría poco tiempo de vida como para siquiera ojearlos de vez en cuando. Las compañeras sobrevivientes no comprendieron muy bien esta excéntrica actitud y se la achacaron a las ‘peculiaridades’ que la edad conlleva. Lo que Eduviges no sabía por entonces es que moriría a los 95 años y de pie al lado de su cama, por lo que hubiera gozado de medalla y diploma por dos décadas suplementarias. Tiempo que fue abundante en recuerdos nítidos y memorias cada vez más perfectas.
Acostumbrada como estuvo siempre a hacer su voluntad contrariando lo que a menudo pensaba era la voluntad de su dios remoto y esencial, se compró una parcela de terreno en el cementerio local, todo porque quería reposar bajo el pino más antiguo del camposanto. Esta idea se le ocurrió una mañana gris y lloviznosa en que vio, desde la tumba de su recordada abuela, que el paisaje bajo ese añoso y distinguido árbol era superlativamente hermoso, por lo que dispuso en su testamento que su frío cuerpo debería reposar a la sombra de ése pino. Quién sabe qué creería Eduviges…¿Qué saldría por las tardes cálidas de marzo o agosto de la sepulcral losa de su descanso a sentarse a la sombra del pino a tomar mate y comer tortas fritas? Nadie supo nunca qué pensaba; tal vez su opinión sobre el hecho de morirse era tan natural como nacer, como de hecho lo es, y que se pasaba a otro estado que le permitiría elegir dónde reposar y salir a regodearse con el paisaje terrenal.
Más ese dios en que creía de a ratos y con el que peleaba a menudo, o la fatalidad, o simplemente los arrebatos de furia de una tormenta estival, partieron el árbol en dos con un rayo ígneo que lo desgajó como miga, desparramando sus restos y dejando sin sombra la tumba de Eduviges, que apenas sobresalía de la tierra el alto de una losa y una cruz blanca.
El hecho fundamental de este relato, esto es el homicidio, existió, ocurrió hacia la década del 20 en pagos de Entre Ríos. Los nombres de los personajes han sido cambiados para preservar su identidad y el resto de la historia es ficticio.
Eran tiempos de la patria bravía, de hombres calzados con facón a la cintura, o de revolver escondido entre ropas. Tiempos en que el coraje se medía por el peso de los cojones para enfrentar al destino, que no siempre era amigo. Tiempos de compadres y taitas, de cobardes y valientes, de mujeres dóciles y sumisas, trabajadoras, en las que dormía una leona si de defender cachorros se trataba.
Por las latitudes camperas las cosas no diferían mucho como no fuera en el paisaje cerril de los montes, o en las costumbres más sencillas del paisano de a caballo o del terrateniente de botas de cuero y fusta.
Rosendo Albornoz era hombre de campo desde la cuna. Nacido en suelo argentino, pero de padres españoles venidos de la madre Patria (qué madre tendrían los aborígenes nativos?) para forjar un destino mejor en este país de espacios infinitos y paisajes de maravilla, se hizo al lado de su padre y hermanos con la comodidad del que no le teme a los inviernos crudos de campos helados ni a los veranos tórridos de pajonales achicharrados. Era duro y bravo como el pedernal, con la escuela del que crece al amparo de la sabia naturaleza. No lo arredraba ni las intemperies mortificantes ni la ocasión de pelea con algún otro, subido en vapores de alcohol. El Smith and Wetson, 38 largo, era famoso en su cintura pero no era de desenfundarlo sin motivo. Fue siempre su credencial de guapo, en aquellos tiempos en que a veces, una bala era la única forma de resolver una cuestión.
Se casó con una hija de ingleses que parecía una muñeca de porcelana, que con la misma suavidad y delicadeza que la distinguía, se enamoró de ése varón apuesto y altanero y al que sólo pudo darle un hijo varón. Annie Spencer se acostumbró a la esforzada tarea de la mujer de campo, con menesteres precisos y tediosos y de gran fuerza física. Pero ella era feliz cuando sacaba su servicio de té, reliquia de sus antepasados, y le servía el té de las cinco a su paisano que estaba más cómodo con el mate amargo, pero nunca infringió este gusto que su mujer se daba; mientras alternaban unas tortas fritas en grasa con unos exquisitos scones horneados a horno de barro. Cuando nació el hijo el padre lo puso bajo su ala para hacerlo a su modo, demasiado cerca de su madre sería malo para su hombría. Y así fue creciendo Rosendo Segundo, entre las rudas tareas del campo y los amorosos cuidados de su madre que lamentó siempre no haber podido darle hermanos para que su soledad de compañía fuera menor.
Rosendo tenía unas hectáreas de campo que habían sido herencia de su padre, que las conservaba para pastoreo y siembra, alternando según se dieran las épocas. Estaban contiguas a las de don Salvador Ferraro, un poderoso terrateniente dueño de miles de leguas de campo, donde pastaban especialmente, los cientos de cabezas de ganado que poseía. Hombre de pocas palabras y médico de renombre, no lo detenía nada cuando de engrandecer su patrimonio se trataba. Si tenía que comprar por menos con alguna velada amenaza, compraba. Si no vendían, usurpaba y si no, mataba personalmente o mandaba matar. El típico intocable poderoso de áquellos tiempos pretéritos, y no tanto actualmente, en que la justicia estaba en las grandes capitales y sus tentáculos no llegaban tan lejos. El hacía la ley y él la ejecutaba. Era amado y odiado con la misma intensidad, porque solía tener gestos, tendientes quizás, a apaciguar su conciencia, que la gente sencilla enaltecía y a la que le costaba dar crédito a las ‘otras cosas’ que de él se murmuraban por lo bajo. Médico famoso por su pericia, se había hecho de una merecida fama que, sumada a su crueldad, no siempre oculta, le hacía respetable más por miedo que por gratitud. Había salvado muchas vidas, fue cierto, pero había sesgado o hecho desaparecer a varios también, que habían entorpecido sus negocios. Desde el mirador de su fastuosa estancia, la que había hecho construir en u con un mirador, torre en la que tenía uno de sus consultorios, se podía apreciar, hasta donde diese la vista, la inmensidad de su propiedad. Hectáreas y más hectáreas de monte que hasta lamían la costa del Gualeguay. Y había ido anexando tierras palmo a palmo, así como había pretendido hacer con Rosendo, por las buenas, o por las malas. Todo era posible para su ambición. Tuvo un solo hijo que fue abogado, del que se desluce su vida y el que a su vez no tuvo descendencia. Sus vastísimas tierras quedaron para el fisco luego de morir los herederos naturales y hoy son administradas por una cofradía de beneficiencia que usufructúa con ellas.
Era inevitable que se topara con Rosendo. Una mañana de abril, don Salvador mismo se apersonó de a caballo, enjaezado como para fiesta, buscando impresionar si no intimidar. Pañuelo de seda al cuello, sombrero aludo, chaqueta de paño, bombachas y botas de cuero crudo con fusta en la mano. La estampa del hombre que inspira miedo y respeto en iguales proporciones. Salieron los tres a recibirlo, Rosendo, Annie con delantal de cocina y revuelo de cabello al viento de mañana otoñal y Rosendo Segundo que a la sazón contaba con unos 13 años, suficientes para comprender que se venía tormenta como si la oliese armarse desde el sur. Discuten, alzan la voz, don Salvador le ha usurpado terreno a Rosendo y éste le reclama con la obstinación del que sólo advierte el derecho conculcado, con paciencia, con sencillez y hasta con un lejano respeto por el que está delante, que no amilana, pero al que tampoco se teme. Ferraro se baja del caballo y acorta la distancia entre los dos. Rosendo no se mueve, defiende su derecho con voz firme y segura, hasta que don Salvador le pide que entre el niño a las casas y Annie, en un medio abanico de polleras, rápido y preciso, saca un revolver de entre las ropas, se lo pone en la cabeza, entre medio de los ojos, al caballero feudal y le dice tajante: - Con mi hijo no se meta ! Brava la gringa! El señor no tiene más remedio que pegar la vuelta, montar su tostado e irse lo más orgullosamente posible.
Ya se habían recogido las gallinas, guardado el ganado y terminado las últimas labores cuando el trote de caballo alertó a los perros y Annie se asomó a una ventana para ver acercarse a un hombre desconocido, sombrero puesto y echado sobre los ojos. Rosendo salió ajustándose la faja que ya había aflojado. Hablaron los hombres bajo un cielo ensombreciéndose de ocaso.
-Vido don Rosendo, yo le aprecio bien y lo que sé no me lo puedo guardar…
- Largue de una vez don y no dé tantos rodeos.
-Mañana a las cinco cuando usted pase pa’ el cruce del Tordillo, como lo hace todas las mañanas, lo van a matar. Don Salvador no le perdona su rebeldía y mucho menos lo que hizo su mujer hoy.
-Bien amigo, cumplido está. Le agradezco el recado.
-Yo nunca lo vi don Rosendo.
- Estese tranquilo que uste y yo no nos hemos hablau nunca.
Y marchó el hombre de a caballo, tan silencioso como había aparecido.
Annie no hizo preguntas, sólo miró el rostro de su hombre, las mandíbulas prietas, el ceño fruncido, las manos inquietas, como buscando un no sé qué que se le escapaba. La cena fue parca de las charlas que solía animarla y cada uno se fue a dormir con sus propios pensamientos.
Al amanecer, al primer canto de los gallos, Rosendo se aprestó a salir como todos los días. Grande fue su sorpresa cuando Annie apareció con el hijo vestido para salir, con la súplica en los ojos. En el mar de sus intuiciones, oídas a la quietud del candil apagado y al coro de los grillos, sabía que algo malo pasaba y si su hijo iba con el padre, nada les sucedería. Lejos de contradecir y alertar de esta forma la tranquilidad de su mujer, ensillaron caballo para Segundo y allá partieron, padre e hijo, al encuentro de lo que dispusiera el destino.
A poco de llegar al cruce, se apea Rosendo, hace bajarse al hijo y le dice: -quédese aquí m’hijo, se me tira de panza y espera.
- Qué pasa papá ? – pregunta el niño con un hilo de voz.
- Hay un toro malo que tengo que enfrentar- dice el padre y vuelve a montar, perdiéndose en las últimas oscuridades.
Y así fue. Se queda el gurí panza a tierra, esperando a su tata, como había sido la orden y tratando de escudriñar las sombras.
Apenas si clareaba cuando salen al paso de Rosendo, que trotaba lento, aguda la vista, presto el tacto, apretando apenas los ijares del animal, tres hombres de a caballo. El que encabezaba era don Salvador Ferraro, los otros, secuaces.
-Rosendo !!- es el grito, el nombre en alto, y último.
Rosendo no habla, sólo extrae su revolver Smith and Wetson, 38, largo, de su cintura y descarga los seis tiros en el hombre de su infortunio que cae tumbado silenciosamente. En el amanecer campero, límpido de sonidos groseros, sólo seis estampidos. Los otros huyen. El sencillo hombre de campo, trabajador de cuna, noble, simple, el que se hace de querencia, mujer e hijos con la naturalidad que da la vida honrada, el que no reconoce atropellos vengan de quién vengan, sabe que a veces las cosas se arreglan con una bala.
Nunca se supo por qué Rosendo pasó tan poco tiempo en la cárcel, tratándose de un personaje tan famoso como había sido el ajusticiado, pero habría que pensar que don Salvador tendría menos amigos de los que contaba y que quizás, vieron en su muerte, una salvación a sus desmanes, un evitarse los problemas que un sujeto como éste les ocasionaría tarde o temprano.
Sea como haya sido, Rosendo volvió a su hogar un día y se quedó tranquilo engordando vacas, levantando cosechas, criando un hijo y amando a su mujer, como tiene que ser después de todo, no?
UNO PROPONE Y DIOS DISPONE
Cuentan que Eduviges se negó rotundamente a recibir la medalla y diploma en la conmemoración de las bodas de oro de su promoción como docente porque según ella, tendría poco tiempo de vida como para siquiera ojearlos de vez en cuando. Las compañeras sobrevivientes no comprendieron muy bien esta excéntrica actitud y se la achacaron a las ‘peculiaridades’ que la edad conlleva. Lo que Eduviges no sabía por entonces es que moriría a los 95 años y de pie al lado de su cama, por lo que hubiera gozado de medalla y diploma por dos décadas suplementarias. Tiempo que fue abundante en recuerdos nítidos y memorias cada vez más perfectas.
Acostumbrada como estuvo siempre a hacer su voluntad contrariando lo que a menudo pensaba era la voluntad de su dios remoto y esencial, se compró una parcela de terreno en el cementerio local, todo porque quería reposar bajo el pino más antiguo del camposanto. Esta idea se le ocurrió una mañana gris y lloviznosa en que vio, desde la tumba de su recordada abuela, que el paisaje bajo ese añoso y distinguido árbol era superlativamente hermoso, por lo que dispuso en su testamento que su frío cuerpo debería reposar a la sombra de ése pino. Quién sabe qué creería Eduviges…¿Qué saldría por las tardes cálidas de marzo o agosto de la sepulcral losa de su descanso a sentarse a la sombra del pino a tomar mate y comer tortas fritas? Nadie supo nunca qué pensaba; tal vez su opinión sobre el hecho de morirse era tan natural como nacer, como de hecho lo es, y que se pasaba a otro estado que le permitiría elegir dónde reposar y salir a regodearse con el paisaje terrenal.
Más ese dios en que creía de a ratos y con el que peleaba a menudo, o la fatalidad, o simplemente los arrebatos de furia de una tormenta estival, partieron el árbol en dos con un rayo ígneo que lo desgajó como miga, desparramando sus restos y dejando sin sombra la tumba de Eduviges, que apenas sobresalía de la tierra el alto de una losa y una cruz blanca.